En
el reino de las apariencias que es este universo la luz es la clave que permite
percibir e interpretar lo captado. ¿Cómo se descompone? ¿Cómo se refleja,
absorbe o refracta? ¿Acaso depende del observador? Absolutamente no. Pero el
ojo del fotógrafo selecciona su verdad pues, ex profeso o no, ya había aislado
fragmentos de lo real, de eso que ha captado gracias a la luz, para otorgarle
un valor personal y arbitrario. Ahí es donde actúa el Yo, donde se reordena el
entorno visible según la escala con la que el individuo es moldeado, se edifica
a sí mismo y construye su mundo, todo al unísono. Luego viene la puesta en
escena, grandilocuente o sencilla, para representar su papel de autor singular
o para comunicarse, sin más, con los simples mortales, consciente de su humilde
finitud.
¡La
teoría del caos contra el azar concurrente! Parece un juego en que el segundo
queda sumido en los cálculos improbables del primero, constreñido entre
fórmulas matemáticas y “atractores”. Entonces se descubre que nada es tan
aleatorio como los datos superficiales parecen indicar. No, en efecto, porque
la luz en sus diversas relaciones fácticas y simbólicas une estas imágenes que
parecen extrañas entre sí aunque no lo son. Ella devela o esconde. De lo
abstracto a la figuración, del color múltiple al monocromo, de la claridad a la
sombra, del detalle al plano general. Vida, muerte y trascendencia en un ciclo
existencial marcado por cierta monótona regularidad plasmada en adoquines,
tablas y farolas, en el “largo y tortuoso camino” que queda atrás y el que
falta por recorrer, pero con el aderezo de la circunstancia variable.
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