El coronel no tiene quien le escriba

No es 1868, ni 1951, ni 1968. Sin embargo, ocurre lo mismo que contaba
García Márquez: "El coronel des-tapó el tarro del café y comprobó que
no había más de una cucharadita." Un veterano militar, ayudante del
Padrazo, lanza un suspiro mientras contempla la eterna unión de la
catalina y el jagüey centenario, desde el promontorio en que se eleva
el modesto bohío. Su vista continúa hasta el mar, de donde llegaron
los cobardes proyectiles que destruyeron el ingenio.

Busca su gallo fino, el que le despierta cada día y le recuerda con su
canto el orto de aquella mañana redentora. Está decido, hay feria.
Ensilla su cabalgadura y parte a la villa. Al llegar, se encuentra una
ciudad esquizofrénica. No hay postes donde amarrar su caballo. Frente
al parque venden helado, pan, ron, libros. Mas no se ve dónde pueda
canjear su gallo. Va derecho a la casa de un antiguo correligionario,
uno de los que se alzaron junto a él contra los españoles. Le invitan
a pasar, pero allí habitan otras gentes extrañas. Un ente humanoide de
metal le da la bienvenida. La sala, la saleta y la primera habitación
carecen de muebles.

En sus paredes cuelgan cuadros abstractos, con formas de espirales,
trazos nerviosos, grandes empastes, gotas, colores múltiples, luces
contrastantes, unas formas retorcidas, como de barro, un paisaje
campestre, con su enhiesta palma real, tantas veces contemplada,
mariposas, un enigmático rostro, una figura hierática, animales,
pagodas, un anciano barbado. Hasta un bar-quito de papel y una vela le
recuerdan los daguerrotipos de otra época. Casi choca con una
estructura patinada en la que se debaten unas figurillas como si
fueran aprisionadas por una mano poderosa, y con unos planos
multicolores de la isla, su isla, acomodados en el suelo. Pero allí
tampoco le compran el gallo. ¡Allí se vende arte, mujer!, jura a la
esposa que lo agarra de las solapas y le pregunta enérgica: Dime, qué
comemos.

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